sábado, 28 de enero de 2012

¿Es mejor ser amado que ser temido?, por Maquiavelo

En relación con lo que estuvimos hablando en clase, os dejo un texto que ilustrará lo ya visto. Debéis reconocer, lo siento, que leyendo a los clásicos (y no "viendo los clásicos") siempre se aprende algo. Os subrayo una spartes del texto, aunque todo en él es muy reseñable:

Nace de aquí una controversia: si es mejor ser amado que temido, o a la inversa. Mi respuesta es que convendría lo uno y lo otro; mas ya que es difícil reunir ambas cosas, es mucho mejor ser temido que amado, si ha de faltar una de ellas. Porque de la inmensa mayoría de los hombres puede decirse que son ingratos, volubles, engañosos, deseosos de evitar peligros y ansiosos de ganancias. Mientras los tratas bien, todos se declaran leales, te ofrecen su sangre, sus haciendas, sus vidas y hasta sus hijos, como ya dije antes, en tanto no tengas necesidad de ello, que si la tienes, tiempo les falta para que se revuelvan contra ti.
  Corre a su ruina el príncipe que lo ha fundado todo en las palabras de los suyos, si no tiene otros agarraderos. Porque las amistades que se compran con dinero y no con nobleza y grandeza de ánimo, se adquieren, pero no se poseen; y uno no puede apelar a ellas cuando los tiempos son contrarios. Los hombres no se cuidan tanto de ofender a quien se hace amar como a quien se hace temer; porque el amor se mantiene por vínculo de obligación y éste, dada la malicia humana, se rompe fácilmente en cuanto anda por medio la propia utilidad. En cambio, el temor se mantiene gracias al miedo al castigo, que nunca nos abandona.
   De todas maneras, el príncipe debe hacerse temer de tal modo que, si no se gana el amor de sus súbditos, al menos evite su odio. Porque muy bien pueden conjugarse no ser odiado y ser temido, cosa que conseguirá si se abstiene de usurpar las haciendas de sus súbditos y arrebatarles sus mujeres. Y en el caso de que haya de proceder contra la familia de alguno, hágalo con justificación conveniente y probada causa. Pero sobre todo no toque los bienes ajenos porque los hombres olvidan más fácilmente la muerte del propio padre que la pérdida del patrimonio.

Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Barcelona, 1983, Planeta, 
páginas78, 79 (ISBN: 84-320-3887-3)

martes, 24 de enero de 2012

El jardín de senderos que se bifurcan (para Álvaro, otra joven persona lectora)

—Asombroso destino el de Ts'ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de us provincia natal, docto en astronomía, en astrología y enm la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación.
         —Los de la sangre de Ts'ui Pên -repliqué— seguimos execrando a ese moje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorio. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
         —Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
         —¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo...
         —Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts'ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
         Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
         —Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado.Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.

Jorge Luís Borges, Ficciones, 1944

jueves, 19 de enero de 2012

EN LA ISLA DE VANCOUVER, texto de Eduardo Galeano para Antonio Rodríguez

Este texto se lo dedico a Antonio Rodríguez, por una conversación sin importancia "en el recreo". Es díficil tener claro que es lo importante de lo superficial, qué vale la pena y qué vale dinero (papel virtual, susceptible de mojarse y no valer nada..., para las agencias de calificación, por ejemplo...). Pero más difícil es saberlo ahora, cuando todo empuja hacia el mismo abismo y la gente se deja arrastrar hacia él, cabizbaja, tristemente (¡si al menos sonara la música como en La última noche del Titanic! -la película clásica, no la versión soporífera esa). Yo al menos estoy en otra parte, equivocado quizás, pero somos más de lo que otros creen. 
"El precio a pagar es alto" (recuerda la anécdota que te conté), pero a mí, como a los príncipes de LA ISLA DE VANCOUVER, me enaltece. 

(Un abrazo, de esos que entienden nuestras personas lectoras y nuestras personas-libro). 

“En la isla de Vancouver los indios celebraban torneos para medir la grandeza de los príncipes. Los rivales competían destruyendo sus propios bienes. Arrojaban al fuego sus canoas, su aceite de pescado y sus huevos de salmón; y desde un alto promontorio echaban al mar sus mantas y sus vasijas.
Vencía el que se despojaba de todo.”

lunes, 9 de enero de 2012

Un texto de Walter Benjamin

 Este pensador alemán, suponemos, que se suicidó en la frontera española, en Portbou (1940), ante la perspectiva de ser devuelto al otro lado de la frontera y entregado a la Gestapo.  Coloco aquí este fragmento de La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica, porque buscando información para el concurso Con acento, he vuelto a releer, para inspirarme, a la Escuela de Frankfurt (sobre todo he vuelto a hojear a Marcuse), y una lectura lleva a la otra, en fin.

El aprovechamiento natural de las fuerzas productivas, el crecimiento de los medios técnicos, de los ritmos, de las fuentes de energía, urge un aprovechamiento antinatural. Y lo encuentra en la guerra que, con sus destrucciones, proporciona la prueba de que la sociedad no estaba todavía lo bastante madura para hacer de la técnica su órgano, y de que la técnica tampoco estaba suficientemente elaborada para dominar las fuerzas elementales de la sociedad. La guerra imperialista está determinada en sus rasgos atroces por la discrepancia entre los poderosos medios de producción y su aprovechamiento insuficiente en el proceso productivo (con otras palabras: por el paro laboral y la falta de mercados de consumo). La guerra imperialista es un levantamiento de la técnica, que se cobra en el material humano las exigencias a las que la sociedad ha sustraído su material natural. En lugar de canalizar ríos, dirige la corriente humana al lecho de sus trincheras; en lugar de esparcir grano desde sus aeroplanos, esparce bombas incendiarias sobre las ciudades; y la guerra de gases ha encontrado un medio nuevo para acabar con el aura.