jueves, 6 de octubre de 2011

EL LIBRO DE LOS AMORES RIDÍCULOS.

EDUARD Y DIOS.

Además, hemos de decir, para ser sinceros, que, aunque la idea de aquél hermoso cuerpo que desaparecía le produjo a Eduard ciertos sufrimientos, bastante pronto se rehizo de aquella pérdida. La escasez de relaciones amorosas que hasta hacía un tiempo le había hecho padecer y le había producido nostalgia, era la escasez transitoria de quien cambia de residencia. Eduard ya no sufría esta escasez. Una vez a la semana visitaba a la directora (la costumbre había liberado a su cuerpo de la angustia inicial) y estaba dispuesto a seguir visitándola hasta que su situación en el colegio quedase del todo aclarada. Además procuraba dar caza, con creciente éxito, a bastantes más mujeres y chicas. Como resultado de ello, empezó a apreciar mucho más los ratos en que estaba solo y se aficionó a los paseos solitarios que, a veces, combinaba (hagan el favor de prestar atención, por última vez, a esto) con visitas a la iglesia.

No, no teman, Eduard no se hizo creyente. Mi relato no pretende coronarse con tan forzada paradoja. Pero Eduard, aunque está casi seguro de que Dios no existe, se entretiene, con placer y nostalgia, en imaginárselo.

Dios es pura esencia, en tanto que Eduard no ha encontrado (y desde la historia de Alice y de la directora ha pasado ya una buena cantidad de años) nada esencial ni en sus amores, ni en su colegio, ni en sus ideas. Es demasiado perspicaz para aceptar que ve esencialidad en lo inesencial, pero es demasiado débil para no seguir anhelando secretamente la esencialidad.
¡Ay, señoras y señores, triste vive el hombre cuando no puede tomar en serio a nada y a nadie!
Y por eso Eduard anhelaba a Dios, porque sólo Dios está exento de la dispersante obligación de aparecer y puede simplemente ser; porque únicamente él representa (él solo, único e inexistente) la contrapartida esencial de este inesencial (pero por ello tanto más existente) mundo.

Y así Eduard se sienta de vez en cuando en la iglesia y mira pensativo hacia la cúpula. Despidámonos de él precisamente en uno de esos momentos: es por la tarde, la iglesia está silenciosa y vacía. Eduard está sentado en un banco de madera y le da lástima que Dios no exista. Y precisamente en ese momento su lástima es tan grande que de las profundidades de ella surge de pronto el verdadero, vivificante rostro de Dios. ¡Mírenlo! ¡Sí! ¡Eduard sonríe! Sonríe y su sonrisa es feliz...
Consérvenlo, por favor, en su memoria con esta sonrisa.

(Kundera, Milan. El libro de la risa y el olvido, Barcelona, Mondadori, 2000, págs 256, 257,
ISBN: 84-397-0598-0).

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