martes, 29 de noviembre de 2011

ZARITÉ, (Fragmento de LA ISLA BAJO EL MAR).

 Este es mi texto para la actividad que tenemos en el proyecto LA VOZ A TI DEBIDA. Leeremos ante personas que han sufrido mucha violencia en sus vidas. Este texto, creo, tiene mucho que ver con personas así. Y el planteamiento de Allende, me parece acertado: la música, el baile nos hace libres (aunque yo sea rítmico). Como dice en la última frase: "Yo he bailado siempre", yo, tampoco.


   En mis cuarenta años, yo, Zarité Sedella, he tenido mejor suerte que otras esclavas. Voy a vivir largamente y mi vejez será contenta porque mi estrella -mi z´etoile- brilla también cuando la noche está nublada. Conozco el gusto de estar con el hombre escogido por mi corazón cuando sus manos grandes me despiertan la piel. He tenido cuatro hijos y un nieto, y los que están vivos son libres. Mi primer recuerdo de felicidad, cuando era una mocosa huesuda y desgreñada, es moverme al son de los tambores, y ésa es también mi más reciente felicidad, porque anoche estuve en la plaza del Congo bailando y bailando, sin pensamientos en la cabeza, y hoy mi cuerpo está caliente y cansado. La música es un viento que se lleva los años, los recuerdos y el temor, ese animal agazapado que tengo adentro. Con los tambores desaparece la Zarité de todos los días y vuelvo a ser la niña que danzaba cuando apenas sabía caminar. Golpeo el suelo con las plantas de los pies y la vida me sube por las piernas, me recorre el esqueleto,se apodera de mí, me quita la desazón y me endulza la memoria. El mundo se estremece. El ritmo nace en la isla bajo el mar, sacude la tierra, me atraviesa como un relámpago y se va al cielo llevándose mis pesares para que Papa Bondye los mastique, se los trage y me deje limpia y contenta. Los tambores vencen el miedo. Los tambores son la herencia de mi madre, la fuerza de Guinea que está en mi sangre. Nadie puede conmigo entonces, me vuelvo arrolladora como Erzuli, loa del amor, y má veloz que un látigo. Castañean las conchas de mis tobillos y muñecas, preguntan las calabazas, contestan los tambores Djembes con su voz de bosque y los timbales con su voz de metal, invitan a los Djun Djuns ,que saben hablar y ronca el gran  Maman cuando lo golpean para llamar a las loas. Los tambores son sagrados, a través de ellos hablan las loas
  En la casa donde me crié los primeros años, los tambores permanecían callados en la pieza que compartía con Honoré, el otro esclavo, pero salían a pasear a menudo. Madame Delphine, mi ama de entonces, no quería oír ruido de negros, sólo los quejidos melancólicos de su clavicordio. Lunes y martes daba clases a muchachas de color y el resto de la semana enseñaba en las mansiones de los grands blancs, donde las señoritas disonían de sus propios instrumentos porque no podían usar los mismos que tocaban los mulatos. Aprendí a limpiar las teclas con jugo de limón, pero no podía hacer música porque madame nos prohibía acercarnos a su clavicordio. Ni falta nos hacía. Honoré podía sacarle música a una cacerola, cualquier cosa en sus manos tenía compás, melodía, ritmo y voz: llevaba los sonidos en el cuerpo, los había traído de Dahoney. Mi juguete era una calabaza hueca que hacíamos sonar; después me enseñó acariciar sus tambores despacito. Y eso desde el principio, cuando él todavía me cargaba en brazos y me llevaba a los bailes y a los servicios vudú, donde él marcaba el ritmo con el tambor principal para que los demás lo siguieron. Así lo recuerdo. Honoré parecía muy viejo porque se le habían enfriado los huesos, aunque en esa época no tenía más años de los que yo tengo ahora. Bebía tafia para soportar el sufrimiento de moverse, pero más que ese licor áspero, su mejor remedio era la música. Sus quejidos se volvían risa al son de los tambores. Honoré apenas podía pelar patatas para la comida del ama con sus manos deformadas, pero tocando el tambor era incansable y, si de bailar se trataba, nadie levantaba las rodillas más alto, ni bamboleaba la cabeza con más fueraza, ni agitaba el culo con más gusto. Cuando yo todavía no sabía andar, me hacía danzar sentada, y apenas pude sostenerme sobre las piernas, me invitaba a perderme en la música, como en un sueño. "Baila, baila, Zarité, porque esclavo que baila es libre... mientras baila", me decía. Yo he bailado siempre.

Isabel Allende, La isla bajo el mar, Barcelona, 2009.
Plaza y Janés, páginas 9-11.

1 comentario:

  1. http://www.dailymotion.com/video/xiqlo3_semifinal-col-santa-maria-de-la-capilla-col-buen-pastor_webcam
    este es el video del que te e hablado

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